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ELOGIO DE LA BONDAD

(Mónica Pradas y Paco González Fuentes)

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Solemos apreciar el valor de la vida cotidiana cuando algo amenaza su existencia. “En la sociedad de la apariencia -escribe Josep Maria Esquirol- la gente suspira por el éxito mediático o por la vanagloria del pequeño, o no tan pequeño, poder jerárquico, mientras la vida corriente sigue siendo menospreciada”.

Durante demasiado tiempo la filosofía ha sido mayoritariamente metafísica; es decir, ha dirigido su mirada al más allá o se ha dedicado a construir sólidos sistemas conceptuales, deslumbrantes abstracciones, alejándose de lo cercano, del más acá.

Frente a esa tradición dominante del pensamiento occidental que inaugura Parménides, hay otra cuyo referente es Heráclito, con autores como Montaigne, Schopenhauer, Nietzsche o, entre nosotros, Josep Maria Esquirol o Joan-Carles Mèlich, que nos habla de lo próximo.

La proximidad, el más acá, no es el paraíso. El azar, la finitud y la fragilidad -por consiguiente, la importancia del cuidado de uno mismo y de los otros, de la naturaleza y de los derechos y libertades- caracterizan lo real.

El vocabulario metafísico incluye palabras como trascendencia, absoluto o eternidad. Excluye otras como contingencia, azar o finitud. Somos seres frágiles, de ahí la necesidad del cuidado. Y esa, nuestra capacidad de cuidar, de cuidarnos, es nuestra fortaleza.

La experiencia concreta de la finitud acontece en un lugar y en un tiempo determinados; la existencia humana, que es en gran medida resistencia al mal y a la adversidad, transcurre en la pequeña casa, nuestro refugio, y en la casa grande que es el mundo.

El poeta Eloy Fernández Rosillo nos dice: “te despiertas y, al rato, dejas tu casa y sales a la calle, a la casa del mundo. Salir es un entrar. No hay intemperie cuando con firme pie y afanosa retina nos adentramos en los incontables e ingentes aposentos del asombro”.

Gaston Bachelard se refiere a la casa como nuestro primer universo. “Mirada íntimamente -sostiene- la vivienda más humilde es la más bella”.

Cuidar la casa pequeña y cuidar el mundo. Cuidar, acompañar, dar, son manifestaciones de lo más profundo y valioso del ser humano. No hay donación, amparo o generosidad pequeños.

Una palabra amable, un gesto afectuoso, dedicar el tiempo a los demás, abrazar o sonreír, son actos que no impiden la adversidad pero que arrinconan al mal, de ahí que la bondad -como afirma Josep Maria Esquirol-, que es una de las vibraciones de la vida, sea la esperanza del mundo.

Durante este tiempo inacabable de pandemia, frente a la actitud de quienes frívolamente incumplen las indicaciones sanitarias está el esfuerzo sostenido de millones de personas, empleados, comerciantes, trabajadores de oficios diversos, especialmente médicos, enfermeras, personal de limpieza y administrativo de nuestro sistema sanitario, enfrentados responsable y en muchos casos heroicamente a las dificultades.

Lo que nos sostiene, en esta coyuntura y siempre, lo que hace de la casa, de la ciudad, del mundo, lugares habitables es el comportamiento cuidadoso y la generosidad de cada uno en esos ámbitos.

El comportamiento amable -entendida esta, la amabilidad, no como una fría regla protocolaria, como un imperativo formal, sino como asunción radical de la presencia del otro-, el esmero en el buen trato a los otros, a los objetos, a la naturaleza, hacen del territorio privado y del social, espacios acogedores.

Cada vida está hecha de muchas historias, de fragmentos, de anhelos, de quehaceres. Decía Eduardo Galeano: “Los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias”.

Un muchacho pecoso, mochila negra, pelo rojizo, cede su asiento en el autobús a la anciana que acaba de entrar.

Una mujer joven de pies pequeños se desplaza desde su barrio del interior a una zona rocosa del paseo marítimo donde le espera, ansiosa, una multitud felina. La mujer que alimenta a los gatos.

Magdalena, octogenaria, se ocupa diariamente, antes del amanecer, de los geranios de su ventana y de la acera de su portal.

Maite González Calderón, a la que entrevistamos en el número 2 de la revista, nos explicaba entonces que sufrió una parada multiorgánica que afectó gravemente a sus riñones. Ha recuperado la salud gracias a la generosidad de un donante. Donar órganos es regalar vida.

Desde hace casi tres décadas, el colectivo de artistas de la ONG “Payasos Sin Fronteras”, titiriteros, magos, músicos, payasos y bailarines, mejora la situación psicológica de la población, sobre todo infantil, en situaciones de enfermedad, de exclusión o de conflicto. Su misión es hacer sonreír.

Josefina Figueroa Rubio es una “voluntaria incansable”. Años atrás acompañaba a niños con cáncer durante su periodo de hospitalización. Jugaban a las cartas, dibujaban, hacían puzles o les leía cuentos. Va al teatro o de excursión con personas invidentes. Disfrutan comiendo juntos, bailando, tocando las plantas, abrazándose a los árboles.

Todos ellos, sus pequeñas grandes historias, alivian, curan, recomponen el cuerpo y el alma del mundo.

El mundo es la ventana desde la que lo contemplamos. El mundo es la lluvia, la flor, el amanecer, los pájaros, la noche, las luces parpadeantes de los automóviles. El mundo es el mendigo en su rincón, bajo los soportales de la plaza y el oficinista y el camarero y el estudiante.

El mundo es silencio, conversación, música, ruido, espanto, alegría. Nos preguntamos con Carlos Skliar: “¿hacia dónde mirar?, ¿cómo hacerlo?, ¿mirar con compasión, con aturdimiento, con complacencia, con rebeldía?”.

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