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LOS CLÁSICOS EN EL LABERINTO DE HOY Entrevista a David Hernández de la Fuente

EL HILO DE ORO: LOS CLÁSICOS EN EL LABERINTO DE HOY


David Hernández de la Fuente es catedrático de Filología Griega en el Departamento de Filología Clásica de la Universidad Complutense de Madrid. Escritor de ensayo y narrativa, traductor y crítico en varios periódicos y revistas de su especialidad. Entre sus ensayos destacan Oráculos griegos, Vidas de Pitágoras, Mitología clásica o El despertar del alma: Dioniso y Ariadna. Mito y misterio. Ha sido merecedor del Premio de Narrativa Joven de la Comunidad de Madrid y el Premio de Narrativa Alfons el Magnànim de la Diputación de Valencia con Las puertas del sueño y A cubierto, respectivamente.


Entrevista realizada por Alex Quer y Ferran González


Decía Epicuro: “vacío es el argumento de aquel filósofo que no permite curar ningún sufrimiento humano, pues de la misma manera que de nada sirve un arte médico que no erradique la enfermedad de los cuerpos tampoco hay utilidad ninguna en la filosofía si no erradica el sufrimiento del alma”. ¿Serían aplicables sus palabras a la filosofía de hoy?


Creo que está totalmente justificada esa cita, un fragmento que expresa muy bien la filosofía práctica del epicureísmo, que se dirige directamente a cada uno de nosotros. Cuando uno piensa en Epicuro, el gran olvidado de la filosofía antigua, muy damnificado por la transmisión de sus escritos y su fama ambivalente, no puede dejar de reivindicarlo hoy en día. Igual que a los estoicos, otra escuela muy de actualidad.

Yo destacaría que los problemas que plantean los griegos desde Mileto hasta el mundo helenístico, desde el primer individuo occidental que empieza a racionalizar en la búsqueda de los principios, de la lógica, etc., hasta el ciudadano en la polis que está en un imperio global, todos ellos son problemas “nuestros”: seguimos dándole vueltas a estos mismos temas en la ética, metafísica, estética y política.


¿Qué lecciones, qué enseñanzas podemos obtener de la lectura de los clásicos?


Para mí es un empeño personal, académico y vital, mostrar, demostrar y en fin, insistir ad nauseam en esta aparente paradoja: la perenne actualidad de lo clásico, de la rabiosa modernidad de lo arcaico. Suelo tener el honor de impartir clase en primero de carrera y dar prácticamente la bienvenida a los estudiantes cuando acaban de llegar del Instituto, y las primeras sesiones siempre las dedico a insistir en esa idea de lo antiguo modernísimo: no podemos ver ninguna serie de televisión, ninguna ficción cinematográfica, ni leer ningún cómic, ninguna nueva novela que no reitere los grandes argumentos básicos de la humanidad, que llevan ahí generaciones y generaciones, que han devenido canónicos, no solo por vía del currículum sino porque son modelos de profunda humanidad, casi guías de vida.

Hay quien dijo que no hay pasión humana que no se encuentre en las páginas de Shakespeare o que nadie ha definido mejor el amor que Eurípides, o que la rivalidad fraterna, el odio, la ambición y, en suma, las grandes emociones –por supuesto la eterna dualidad Eros-Tánatos que nos ocupa siempre– que la literatura y la mitología clásica. Ahí las encontramos como en ningún otro sitio y, siempre insisto en esto, nos dan lecciones perdurables, enseñanzas para hoy. La clásica es la literatura permanente, que decía Schopenhauer, lo que permanece frente a lo efímero. En broma, se lo planteo a los jóvenes estudiantes casi en términos empresariales: “¿dónde invertirías tu dinero, en una empresa moderna que no tiene ningún recorrido, que es insegura, que no tiene perspectivas?, ¿dónde invertirías tu tiempo de lectura, el poco que tienes, en el best seller pasajero de turno o en lo que está probado por el tamiz de los siglos, del buen gusto, de la reputación? En fin, que no es porque lo diga uno como profesor, o el Ministerio de Educación por vía del currículum oficial de lecturas. Invertid en los clásicos porque veréis que la ganancia es para siempre”.


Los mitos, no sé si estás de acuerdo con lo que voy a decir, surgen en la antigüedad para dar respuesta o dar sentido a lo inexplicable en el mundo que les tocó vivir. Has dedicado mucho tiempo a estudiar la mitología, que es una de tus pasiones. ¿Qué es para ti un mito? Y para ejemplificar su importancia, su vigencia, escoge algún mito y explícanos por qué sigue siendo actual.

Sí, estoy de acuerdo con tu definición, pero claro que es una definición muy parcial porque el mito es enorme, es inabarcable. Una de sus definiciones puede ser esta.

Es una explicación, “por qué amanece por el oriente”, “por qué este monte es de tal color”, “por qué los hombres y las mujeres son diferentes”, “por qué tenemos que hacer esas cosas”, “por qué hay un rey o una reina, este o aquel, que nos gobierna”. Hay mitos que justifican, explican el cosmos, nuestro país o nuestra sociedad desde la antigüedad hasta tiempos no tan remotos. Pero el mito es mucho más, es un relato prestigioso y primigenio, transmitido normalmente por vía oral, que se refiere a personajes sobrehumanos que realizan hazañas sin parangón. Toda mitología tiene una cosmogonía y una escatología, de dónde venimos y adónde vamos, y, por supuesto, los ciclos heroicos, el “quiénes somos”. El mito es mucho más que una explicación naif de las estrellas, del sol, del cosmos o de la sociedad. Contiene también una enseñanza, no una moraleja, no una moral, sino una enseñanza profunda que uno debe descubrir: nos habla de viejos arquetipos, personajes, narraciones, sentimientos, emociones…, nos habla en un lenguaje primigenio. Los mitos son, como decía un mitólogo famoso “las historias de la tribu”, las historias básicas. El mito está vivo, hoy quizás no lo sentimos tanto en nuestra sociedad, pues en otras sociedades tiene más pervivencia y permanencia, pero también está en la nuestra. Es también una estética, materia prima de la literatura, del arte o de la música. Es una manera de pensar, metafórica, alegórica. Y, por último, me quedaría con la idea de que es nuestro patrimonio narrativo, los mitos son unidades básicas de la narrativa común de la humanidad.

Pero tenemos otras dos grandes narrativas patrimoniales. La mitología comparada nos enseña que una de las bases de nuestra manera de contar el mundo, de ficcionalizar o trascender en nuestra existencia, es el mito. La segunda sería el cuento maravilloso, el del folklore, y desde el fin del siglo XIX sabemos que la otra es el sueño, la narrativa onírica: por eso hay tanto mitólogo que es psicólogo también y viceversa, desde Freud y Jung.

Estos tres grandes pilares, da igual el lenguaje que se hable, da igual la religión que se cultive –o la no religión– o la latitud en que se viva, son un lenguaje común, una maravillosa sinfonía de lo común que hay en los seres humanos, como decía Campbell.


En cuanto al título de tu libro. ¿Por qué “El hilo de oro”?

Con esto enlazo con la pregunta anterior, pues es un mito muy de actualidad, que bien puede aludir el mundo moderno. He elegido el mito del Laberinto, de Ariadna, que es una katábasis, un descenso al útero, una especie de iniciación, la prueba definitiva del héroe. Es entrar en la caverna primordial, en la “Estrella de la muerte”, con la ayuda providencial de la maga y del objeto mágico. Me parece que es un motivo del mito y el folklore siempre vigente y, obviamente, el título del libro hace referencia al hilo del laberinto, el hilo áureo o el sendero de piedras luminosas que condice a la salvación.


Nos explicas que Homero nos enseña a los “otros” desde cierta objetividad. Heródoto también, los troyanos y los griegos no estaban polarizados. ¿Qué piensas de los clásicos respecto de entender al “otro”?


Creo que es una de las grandes lecciones que nos dan los clásicos. En el heroísmo antiguo el rival no es un enemigo. Digamos que no es un villano, alguien enteramente negativo o demoníaco. Hemos de aprender de él, tenemos que conocerlo bien. Imaginad, en el caso del mundo griego, cómo se veía a los persas, cómo se veía a los egipcios, a los orientales en general, pueblos antiquísimos de los que habían aprendido muchísimo a los griegos. Esa es una buena enseñanza para nosotros. Los troyanos son admirables, realmente quien nos cae bien en “La Ilíada” es Héctor, un más héroe más claro para nosotros, frente a Aquiles, su bestia negra. Es un tipo de acercamiento al diferente que hoy nos choca: esa idea de la admiración del enemigo y de la sana rivalidad del ser humano, pese a que muchas veces es insanamente manifestada en guerras y en todo tipo de desastres. Ahora que se habla de choque de civilizaciones, del mundo de los talibanes, de China y Estados Unidos, no estaría de más mirarlo con los ojos de los clásicos. A Heródoto le tacharon de “filobárbaro” sus críticos porque no entendían este tipo de aproximación, pero es una de sus grandes lecciones también. Hay otras aproximaciones posibles de los clásicos, claro, pero esta es con la que yo que me quedaría.


Abordas también la debatida cuestión del “final de la Historia”.


Fukuyama transmite la impresión que ya todo está “vendido”, que el capitalismo reina pacíficamente, que se ha acabado el conflicto. No es así, la historia enseña que, siempre que se ha pensado algo así, se demostrado una falacia. En un capítulo del libro me dedico a examinar los supuestos ciclos de la historia, sus repeticiones y sus finales, la caída de Roma, la de Constantinopla, la de Troya, las grandes caídas y luego el renacer, la idea del fin del mundo y, por supuesto, el mito circular de las edades que siempre recomienzan.


Háblanos del papel de la educación. Se ha suprimido el latín, el griego y casi la filosofía, de los planes de estudios.


A mí eso me preocupa mucho, pero no hay que perder la esperanza. Quiero señalar una paradoja en este tema de la decadencia de las Humanidades. Es un hecho que hemos perdido una serie de disciplinas, que las estamos dejando de lado, pero seguramente nos están llegando por otras vías, como se ve en la profusión de publicaciones de quiosco, en las series, en el cine o la novela. Es una pena que los poderes públicos no hagan nada para apoyar las Humanidades. Pero el poder evocador de los clásicos sobrevivirá. Tengo la idea, un poco particular, de que a los niños hasta los 7 años hay que contarles muchos cuentos, como hacían los griegos, cuentos maravillosos. Son una educación sentimental básica. Después, y hasta acabar la adolescencia, hay que contarles mitos. Realmente es lo que les va a ayudar a vivir. Los mitos clásicos contienen mensajes individualizados para cada uno de nosotros y su riqueza es tan grande que uno no entiende bien por qué se priva a los jóvenes de esto en las escuelas.


Hablas del ser humano como un ser metafórico.


Es verdad, hago de la metáfora el centro del libro. En este libro me he centrado mucho en la en la convivencia, en la comunidad política. Gran parte de nuestro vocabulario político tiene que ver con el cuerpo. El cabeza del gobierno, los miembros del Parlamento, la corporación, el rostro del Estado. Asimismo, explicamos el mundo que nos rodea con metáforas orientacionales, elevarse o descender, salir de uno. Incluso la ciencia y el lenguaje científico están llenos de metáforas.

Quiero que seamos un poco más conscientes de por qué vivimos en metáforas, de por qué explicamos el mundo con referencia a antigüedades muy profundas. Aunque ya no somos cazadores-recolectores, agricultores súbditos o ciudadanos-soldado, seguimos explicando el mundo con esta manera de pensar muy profundas. Eso llama mucho la atención en sociedades complejas y modernas como las nuestras. Los mitos, que renacen y se renuevan en cada manifestación cultural, son grandes metáforas esenciales de la sociedad, no sé si me explico bien, y de ahí su utilidad.


Abordas la cuestión de la libertad frente a la seguridad en el capítulo acerca de la epidemia y el control social. ¿Cómo solucionaron este tema los antiguos?


No lo solucionaron. Digamos que no tiene solución: es un dilema que está para causarnos problemas desde el principio. Al hilo de la pandemia, una de las grandes cuestiones ha sido la excepcionalidad, que ya los antiguos conocían. La dictadura, por ejemplo, no es moderna: ya su teórico Carl Schmitt se basa en la añeja magistratura romana para momentos de emergencia. Me ha interesado mucho ese momento de excepción en estos tiempos de pandemia. Retomando la filosofía política del siglo XX, a Schmitt y también a Giorgio Agamben, podemos ver con respecto a la cuestión de la soberanía que realmente el poder ejercido, el poder real, se evidencia en el Estado de excepción. Por ejemplo, entre nosotros se cuestionaba el poder real del Estado frente a las autonomías o la Unión Europea, pero se ha demostrado que cuando hay una crisis, realmente, quien manda es él.


¿Los héroes son tan importantes?


Qué mejor guía para la vida que la mitología. La mitología no es autoayuda, pero sus héroes nos pueden guiar de alguna manera: profundísimos y vitales, a veces son embusteros, taimados, se equivocan, pecan, caen, resucitan, mueren, bajan al infierno, tienen todo tipo de comportamientos... Somos nosotros, en definitiva. La mitología, en sus ciclos heroicos está hablando de nosotros. Por eso todos somos héroes y las viejas enseñanzas de la mitología muestran en cierto modo el camino de la vida humana como una especie de sucesión de pruebas en la que uno ha de encontrar su misión, su hazaña.

Definen al héroe muchas cosas: pero sobre todo su hazaña. También el nacimiento, si es de padre desconocido tiene que buscarle. La educación con un maestro. El amor. Y, por supuesto, la muerte. Hay un libro estupendo de Carlos García Gual al respecto, “La muerte de los héroes”. Cómo muere cada uno lo define bastante. Por eso somos héroes en la vida. Cada uno tiene la aventura que lo define, su individualidad, y debe buscar su camino. Pero las lecciones de la mitología nunca son claras, por supuesto, no como la moraleja de Pulgarcito o el cuento popular. Es algo mucho más oracular, que nos interroga de una manera mucho más profunda. Por eso la mitología es tremenda y tenemos que estudiarla, desde la antropología o la psicología también, y no tomarla a la ligera.


En el capítulo “Fiesta y Rito” utilizas la expresión “Panem et circenses”. Háblanos de ello.


Ahí se habla de varias manifestaciones de ritualidad antigua que perviven, desde el fuego hasta la tauromaquia. Son ritos antiguos que todavía tenemos en la sociedad. He tratado esta expresión del “pan y circo” al hilo de una cuestión muy actual: el ocio. El otium, para los romanos, era algo muy diferente. Cuando uno piensa hoy en el ocio se imagina un señor tomando una cerveza, viendo el fútbol en un sillón, tumbado en la playa sin hacer nada, con una “tablet" o con el móvil…, en fin, cosas que no requieren ningún esfuerzo o actividad intelectual. Todo lo contrario del mundo antiguo.

También había un espectáculo de masas –los romanos son precursores en todo, también en esto– que adocenaba a la población, el famoso circo, y se usa precisamente para neutralizar el pensamiento o conseguir que dormitase el cuerpo social, para que solo exija cubrir sus necesidades básicas.

La modernidad ha aprendido también algunas malas lecciones de la antigua Roma. Incluso algo que en Grecia era tan puro como los Juegos Olímpicos se ha convertido hoy en un vacuo espectáculo de masas, en los canales deportivos, en “pan y circo”.

Ese capítulo del libro trata de despertar la conciencia acerca de a qué conviene dedicar nuestro tiempo libre, cuando nos asedian con canales de mil plataformas, con más películas de las que podríamos ver en varias vidas, y recibimos al día en el móvil o las redes más mensajes de los que podemos manejar. Hemos de considerar si dedicarnos, como diría Cicerón, a un “otium cum dignitate”, el ocio con dignidad: lectura, escritura, pensamiento.


En el último capítulo que titulas “Vejez y muerte” citas precisamente a Cicerón que menciona a “quienes alegan que la vejez es inútil”. Actualmente la senectud parece más un problema que una virtud.


Estamos en un mundo, el occidental, realmente muy envejecido, como es sabido por la pirámide de población y la demografía. Pero curiosamente, no se le otorga a la población anciana el papel de honor que cabría esperar, entre la jubilación, las residencias y el olvido. El panorama con la pandemia ha sido terrorífico. En la sociedad, de hecho, nadie quiere ser mayor y desea, a base de implantes o de lo que sea, permanecer joven para siempre.

En la antigüedad, a la que nos remontamos con los mitos, el anciano es fundamental. La correa de transmisión entre el anciano que guarda la memoria de la tribu y cuenta las historias y los jóvenes que las escuchan al calor de la lumbre es vital. La combinación entre la senectud y la juventud, incluso para la política, era crucial antiguamente.

El héroe cuando llega a viejo, si es que llega, también tiene un papel que cumplir, ahí está el héroe anciano, el maestro, el adivino: de Tiresias a Ben Kenobi. La sociedad tiene que situar al anciano en el lugar que se merece como maestro de verdad, de experiencia.

Cicerón tiene un excelente tratado sobre la vejez y los clásicos proporcionan un vademécum para esta edad y para acepta y preparar la muerte independientemente de las creencias religiosas, a modo de manual del bien morir. De Sócrates hasta Séneca, esta cuestión es principal, cómo hay que morir, por qué no hay que tener temor, qué legado y qué ejemplo hay que dejar en ese momento culminante, que también es heroico. Son temas que no hay que escatimar ni esconder ni suavizar.


Has afirmado en alguna ocasión que falta auctoritas para dirigir la “nave del Estado” en momentos de crisis. ¿Cómo se dirige el barco en estas circunstancias tan difíciles, con tantos problemas políticos y económicos?


La auctoritas suena mal hoy día pero en el mundo antiguo no tiene que ver con el “autoritarismo”: potestas es el ejercicio del poder, de la autoridad, la potestad de ejercer violencia, pero auctoritas es otra cosa, tiene que ver con el verbo augeo, como Augusto, el “venerable”, y se refiere a quien es digno de respeto, pero no porque tenga la fuerza. Realmente el poder de la auctoritas es el prestigio moral incontestado que aglutina las voluntades y concita los apoyos de toda la ciudadanía. Pensemos en el anciano Solón cuando, en un momento de crisis, casi de guerra civil, en Atenas, le eligen para dirigir la nave del Estado por su autoridad moral: le llaman “diallaktes”, “mediador”, un anciano intachable, un sabio, un poeta, un gran pensador, y lo eligen que él justiprecie la situación.

El tema de la nave del Estado es una vieja metáfora desde la lírica griega a Polibio u Horacio. Pero ¿qué hacer en plena tempestad? La respuesta de los antiguos no es simplemente decir que hay que dejarlo todo en manos del tipo más prestigioso y más anciano, de una autoridad incontestable. No, no es solo eso. Es más bien cumplir la misión de cada miembro de la tripulación. En el barco, en ese momento de peligro, como dice Polibio, parece lamentable ver cómo cada uno tira por su lado. Y aquí, en momentos de crisis, pandemia, guerra o lo que sea, la actitud de “sálvese quien pueda” nos hundirá. Vivimos en sociedades muy complejas y en situaciones de grave peligro hay que unirse, ponerse bajo la dirección de quien concite nuestro apoyo y respeto por su posición, experiencia o saber, y cada uno cumplir nuestra misión: los sanitarios en su sitio, los profesores en el suyo, etc. Estamos ahí para arrimar el hombro y evitar el abismo. A mí me da mucha pena nuestra política polarizada y envenenada a golpe de tuit. Olvidamos estas metáforas tan claras, estas lecciones clásicas. Por eso creo que los clásicos son una necesidad. Uno no puede debatir a estocadas de unos pocos caracteres, sino con argumentación y buena retórica política, entendiendo al otro y tratando de convencerlo. Uno no puede tomar posiciones irreconciliables, como si esto fuera un Real Madrid- Barcelona. Eso es absurdo y más en momentos de crisis, cuando hay que remar juntos –de nuevo la vieja metáfora náutica–, nos dice la receta de los clásicos. Releerlos y redescubrirlos es fundamental para reparar en esto y pensar en cuál es nuestra misión y cómo cumplirla. No hay otra manera y es lo que intento comunicar en el libro, no sé si con acierto o no.

Finalmente, insistiría en las lecciones antiguas sobre la tolerancia, la moderación –es otra noción muy clásica y que se echa hoy de menos– el acuerdo y el consenso. Aprovecharé que libro ha llegado a una nueva edición para seguir reiterando estos temas, que me consta que han interesado a algunos políticos. Creo que sería muy positivo que surgieran voces entre nuestra clase política que abordaran de estos viejos temas, que en absoluto están pasados de moda –aunque pueda interesar a algunas facciones que lo parezca–, y que hablaran del bien común, la moderación, el consenso, el patriotismo constitucional, la comunidad entre gente muy diferente, la manera de pactar de nuevo todo para convivir más y mejor... Ojalá haya, si no un gobierno de los clásicos, sí más voces políticas que reivindiquen sus enseñanzas y su filosofía, siempre vigentes.



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