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NAVEGAR MAR ADENTRO Y SIN PRISA. El largo viaje de MAURICIO WIESENTHAL


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Realizada por Esther Paredes y Ferran González

Publicada en el número 24 de 142 REVISTA CULTURAL

 

Horas felices con alguien a quien admiramos y respetamos. El encuentro con Mauricio Wiesenthal tuvo lugar, como no podía ser de otra forma, frente al mar Mediterráneo, en la  ciudad costera de Sitges, donde se halla la sede de nuestra revista.

Guardamos en nuestro corazón cada minuto de nuestro encuentro, agradecidos y conscientes de nuestro privilegio. Horas de vitaminas para el alma. Oasis de paz en este mundo frenético, toda una estela de emociones.

Conversamos con Mauricio sobre sus sueños infantiles, sus lecturas de juventud, sobre los sentidos, que gracias a la educación del gusto, conducen a la plenitud mística de la sabiduría.  Tambien sobre la vieja Europa, el saber renacentista y la grandeza del pensamiento humanista que proclama como horizonte de vida una aspiración de orden y medida contra el caos.

Mauricio Wiesenthal escribe buscando solo el aliento de su alma, el calor de su inspiración y la luz de sus pensamientos.  Nos recuerda tambien el valor de la enseñanza de los maestros, de los libros y de los recuerdos sagrados que los padres reciben de los abuelos de generación en generación.

Se hace camino al hacer, nos cuenta, navegando mar adentro y sin prisa.

 

Sueños infantiles y lecturas de juventud

Cuando evocas los mejores días de tu juventud te ves a bordo de un barco. Tu sueño infantil era ser el capitán del Queen Elizabeth 

Seguramente había leído en algún periódico la hazaña del capitán Donald Sorrell que, en 1956, durante una huelga portuaria en Nueva York atracó en el muelle de Cunard el gigantesco navío sin ayuda de remolcadores. Sus colegas, que contemplaban la escena desde otros barcos, comenzaron a hacer sonar las sirenas, y los transeúntes y coches que circulaban por la Calle 15 se detuvieron y originaron un tremendo embotellamiento. Pero creo que antes de aspirar a tanto, mi primer anhelo era ser un simple grumete o marinero en un barco de carga. No sé por qué en mis sueños de infancia jugaba a ser un niño perdido (el careless child de las historias de Byron). Todo me parecía así más verdadero porque no me gustó nunca la vida sobreprotegida ni soporto el aburrimiento de un retiro ocioso ni de un hogar sin aventura. Sólo desnudos podemos entregarnos sin reservas al amor. El primer viaje es audaz como el primer querer, y la mejor escuela que necesita un joven es el atrevimiento de hacerse a la mar (la mar es ella) entre lunas y tormentas, descubriendo islas y ensenadas, traspasando nieblas y corriendo tempestades. He amado a las “Reinas del Mar” porque he viajado mucho en estos transatlánticos, pero no las amé por ser reinas, sino por ser hijas del mar, bellas, bravías, independientes y caprichosas como los vientos.

 

Algunas lecturas de juventud (Salgari, Robert Stevenson, Julio Verne, Jack London...) todavía acompañan tus sueños. Háblanos de la Biblioteca de tu padre, de esos libros que no eran los propios de tu edad por los que sentías tanta curiosidad. 

Todas mis lecturas van unidas en mi memoria al olor de las bibliotecas, especialmente la de mi padre: una habitación que olía a madera, a pergamino, a viejas encuadernaciones, a tabaco de pipa y a cera de abeja. Los libros estaban protegidos por puertas de cristal, y los muebles eran de caoba americana con unas columnas de ébano de Ceilán, negras y brillantes como las teclas del piano donde mi padre se sentaba a tocar valses, romanzas rusas y operetas que convertían aquella habitación en una especie de salón de la “belle époque” o de gran hotel de balneario romántico. Cuando era niño me decían que los libros situados en los estantes superiores no eran interesantes para mi edad, y que eran más divertidos y apropiados para mí los volúmenes ordenados en los estantes de abajo. Eso me hacía sospechar lo contrario, pues yo buscaba naturalmente en los libros la aventura, el misterio, el peligro y la emoción. Al proponerme un tabú y marcarme una senda tutelada y marcada por una “prohibición” mis padres me ofrecían un reto de libertad y responsabilidad. Por eso, en cuanto mis padres salían de casa, me subía a una escalera y, en una postura de trapecista -con un pie en cada escalón- leía en posición de equilibrio, resistencia, y vigilancia. La comodidad -siniestro invento- es lo que ha narcotizado a la modernidad y acabará con el espíritu en una sociedad descamisada, en chanclas y en calzoncillos, que acabará regida por la inteligencia artificial. Leer es un acto de placer como el amor, y el espíritu del lector tiene que estar bien despierto cuando se entrega al Kamasutra de la lectura. Así me aventuraba, como un capitán de ocho años, en las obras de Voltaire, de Homero, de Nietzsche, de Byron, de Montaigne o de Zola buscando borracheras de colores y olores en Valle Inclán, gestas de caballero andante en El Quijote (la mejor y más doliente defensa de la vida caballeresca que jamás se ha escrito), mezclando las imágenes de alguna ilustración erótica con los sonetos de Garcilaso (¡maravillosa escuela de elegancia y de amor!) o confundiendo en pureza de infancia los delirios románticos de Romeo con los nocturnos del Atala de Chateaubriand. Sorteaba, pues, en mis lecturas de infancia páginas difíciles hasta encontrar impresiones fuertes, palabras y palabrotas, rimas y ritmos, incorrecciones y propuestas más originales que los caminos trillados. Con la prisa y el miedo de ser descubierto caía en alucinaciones y, cuando Jack London dice “La revolución ha llegado, que la detenga quien pueda”, yo leía “La revelación ha llegado, que la detenga quien pueda”. Podría decir ahora que leía en trance de arrobo, pero quizás era simplemente el efecto que ejercía sobre mi cuerpo la costumbre de leer en suspensión (subido en una escalera, o a lomos de un dromedario cuando acompañaba a las caravanas en el Sáhara, o en el traqueteo del trenecillo que subía a nuestra casa de Darjeeling, o paseando por la veranda de un barco con las piernas separadas para no caer en días de mala mar) lo que me acostumbró a iluminar mis lecturas con una luz surrealista y me libró luego de caer en las vulgaridades e hipocresías falsamente revolucionarias de mi generación. Para gozar con la lectura me dieron siempre lo mismo clásicos que modernos, prosistas que poetas, igual dramaturgos que enciclopedistas, novelistas o barrocos o simbolistas. Nunca acepté barreras de estilo ni de idiomas ni distinciones entre autores o autoras, ni esos sectarismos de escuela y de prejuicios que asfixian la libertad y le roban al arte toda su riqueza expresiva. Mi Fräulein Margot -una muchacha alemana a la que mis padres ayudaron en años difíciles de posguerra- se desesperaba cuando me hablaba en alemán y yo le respondía en inglés o en italiano, porque viví siempre en un “evanescent world, un monde étrange et vagabond, tutto mio”. Aún mezclo los idiomas y sólo soy capaz de aislarme en español, que es el idioma que recibí de mi madre. De manera espontánea combino la música y la palabra, puedo mezclar en mi imaginación un paso de danza y un paisaje de Kioto con cerezos en flor, y me gusta igual el tacto de una seda que la capa de un vino viejo o la penumbra de una iglesia en Venecia donde hay un carmín de Tiziano. Recuerdo de mi juventud que mi corazón cogía el ritmo de los cangilones de las norias cuando descansaba de las labores de la vendimia en las siestas de septiembre, y debo tener algo de árabe andaluz cuando en esta época en que los poetas trascendentes hablan de la angustia del ser, solo se me ocurre un torpe verso cuando veo a una paloma que llora en una rama. Me parece pedante toda la crítica moderna que no sale de las glandulillas del gusto, y pienso que la sensualidad erótica es la mejor vía de iniciación a la cultura y a la convivencia humana, y por eso creo que solo los sentidos -bien gestionados por la educación del gusto- conducen a la plenitud mística de la sabiduría. El mayor tormento que me pueden dar en la vida es el discurso de un cazurro (un “empotrador” de ideas) que habla como Heidegger, o un borrachuzo de escuela que se atreve a comentar en falso -en una cuenta de contable- las fascinaciones del vino, del arte o de la poesía. Si usted no lo siente o no le gusta, por favor no me lo explique.

 

 

Educación humanista y cultura europea

Recibiste en tu hogar y en tu educación la cultura europea.

Nuestros pueblos están unidos por pequeños caminos, por tierras cultivadas, por granjas, por puentes, por iglesias con torres que dan las horas con un carillón para que puedan oírse en todo un valle; o sea que somos un continente civilizado por el trabajo, por la presencia humana, por las enseñanzas del sabio Quirón que nos enseñó a usar y respetar nuestra Naturaleza con la Cultura. Pero eso cambió y va cambiando cada día más deprisa, desde que se impuso en nuestra vieja Europa la terrible idea de “Explotar” sobre la idea de “Conocer”. Hay cierta cultura moderna que me parece irresponsable (¡qué difícil es unir las palabras cultura e irresponsable!) en la medida en que solo se interesa por lo que es económicamente rentable o, dicho con otras palabras, explotable. Ese es el aspecto más peligroso de las dos filosofías que nacieron al decaer la antigua Teología Cristiana: de un lado el Comunismo con su Utopía, hoy en crisis, y, del otro lado, el Capitalismo, basado en una Mitología del Dinero. La fiebre de la explotación ha sido el origen de muchas injusticias y grandes errores, además de fomentar una gestión irresponsable de los recursos de nuestro Planeta. Sin olvidar que los peores dogmas del pensamiento suelen aparecer en los razonamientos de urgencia y en las soluciones inmediatas y aparentemente prácticas que no tienen en cuenta la prudencia de la investigación y los tiempos de experimentación que exige la ciencia. Si no recuperamos los viejos ideales de Europa, ninguna otra cultura -importada desde otros parámetros de tiempo y distancia- nos devolverá la dignidad de nuestro pensamiento libre, de forma que “conocer” no sea sólo un progreso técnico para “explotar”, sino también una forma de superar la ignorancia, indagar en la ciencia, crear lo nuevo y respetar los umbrales del misterio, puesto que no sabemos casi nada. Y no quisiera que se interprete mal mi desconfianza y mi disidencia con los héroes y adelantados de la “explotación”, puesto que cuando tomo partido por el “conocimiento” defiendo también claramente el sentido práctico del conocimiento y la importancia de las ciencias y artes aplicadas. Lo más difícil no es inventar algo, sino saber dar un sentido humano a los inventos, de forma que se adapten y se incluyan a un proyecto fecundo de espíritu, de cultura y de futuro. Es verdad que la ambición de lo útil cimentó la cultura europea y, sim embargo, esa vocación pragmática no fue nunca en detrimento de la estética ni de las creaciones más fantásticas del espíritu y del arte. Los europeos tenemos que mantener y sostener a toda costa un cuerpo de conocimientos (la “cultura”) que esté preservado de la “explotación”. Debería ser misión fundamental de nuestras Universidades formar a jóvenes bien preparados que sean capaces de distinguirse en el comercio y en todas las tareas prácticas de la vida sin sucumbir a la idolatría de la “explotación”. Esa es la única identidad que distinguió a Europa en los momentos dorados de nuestra historia y fue también la conciencia que podemos extraer de nuestros peores desatinos, ya que caímos mil veces en los errores y ambiciones de la “explotación”. La recuperación del “espíritu” (el “neuma”, el “spiritus”, el “aliento de vida”) es, a mi modo de ver, el ideal que el mundo tanto echa hoy de menos: un ámbito fuerte y sometido a ley, donde los jóvenes tengan el derecho de formarse en un pensamiento libre, idealista, abierto a la fe, a la esperanza y a la sabiduría de la vida, y no utilitariamente burgués, moralmente explotador y sectariamente racionalista. Se habla ahora, por ejemplo, del cambio climático. Se nos dice que debemos preocuparnos por ese peligro y por tantas otras amenazas que tienen como origen la “sobreexplotación”. Tenemos cada día una conciencia más clara de que los hombres estamos destruyendo nuestro Planeta, porque hemos confundido conocer con explotar. La enseñanza de las ciencias prácticas nos permite más que nunca beneficiarnos de las riquezas de nuestro mundo, transformarlas y especular con ellas, convirtiendo a los que poseen y saben explotar esos recursos en pueblos ricos, muy ricos, tremendamente ricos. Hasta las nuevas técnicas de información y de la llamada “inteligencia artificial” serán, si no lo remediamos pronto, terribles herramientas de “explotación”. Igual que fuimos explotadores de los pueblos que conquistábamos sin preguntarnos si teníamos derecho a obrar así, no nos preguntamos ahora si tenemos el derecho de explotar la Naturaleza y “tecnificar” la sabiduría, cerrando las puertas de la crítica, la imaginación, la heterodoxia y la creatividad fantástica. Sabemos hacerlo y basta, dicen los líderes políticos que quieren ganar “aquí y ahora” unas elecciones ofreciendo un proyecto de soluciones de bienestar sin horizonte moral o -aún peor, en el caso de las tiranías- conquistar el poder por medios expeditivos y prácticos. Echamos en falta un saber universitario que nos enseñe esa idea básica de la Cultura. ¿Parece una utopía? Así sonaban las palabras de Francisco de Vitoria cuando en su magnífico alegato De indis defendía el derecho a la dignidad de los indios en un tiempo que sólo reconocía la voluntad de explotarlos como una fuerza animal. Nuestro sabio dominico sentía sin duda que el mayor culto a Dios es el respeto a los hombres: la cultura.

¿Los cafés, las plazas de los pueblos y los mercados, nuestros grandes hoteles, son el espíritu de la cultura europea?

Un continente pequeño facilita los conflictos y por eso tuvimos que superar muchas guerras y revoluciones para crear nuestro apretado espacio de convivencia. La Plaza Mayor que no es más grande que un salón, el café, la conversación, la música del piano o de un cuarteto que acompaña a la reunión y a la sobremesa, los periódicos que difunden la información, la lectura y el entretenimiento… Recuerdo los cafés de Viena, como el Griensteidl, en Michaeler Platz, donde había unas estanterías con los tomos de la enciclopedia Brockhaus para los clientes que querían consultar algo o buscar una respuesta a un crucigrama. En los hoteles de mi juventud había la misma atmósfera de concierto y armonía, y la hora del té era -como en los grandes transatlánticos- un momento de música y susurros de conversación, pasos amortiguados sobre alfombras gruesas, vajillas de porcelana y plata, y un vuelo de guantes blancos. A veces guardaba mi pluma y escribía a lápiz porque así me parecía que “gritaba menos”. Y en los mercados restallaba por el contrario la vida, los pregones, los colores, los olores y la alegría. En mis días de París me gustaba especialmente el viejo barrio de Buci, porque tiene un mercado callejero, nutrido y alegre. Los puestos rebosan deliciosas frutas, frescas verduras y, en otoño, impresionantes trufas negras, como un calendario de la abundancia. En estas calles olía a comida hasta el desmayo y, como entonces no andaba sobrado, me alimentaba de estos olores. Uno de mis refugios, porque allí podía comer barato y estar tranquilo era el Café Procope: una reliquia de los tiempos antiguos, tan alejado de la moda que su hora de gloria se remontaba a los enciclopedistas. No tenía la penumbra con rayas de la Closerie des Lilas, ni su terraza con los castaños. Recuerdo que me servían una jarrita de vino y una cesta de panes, tan grande que parecía un milagro de Cristo. El reflejo del vino en la copa dibujaba rubíes en el mantel. La baguette, cortada a trozos, tenía un color dorado. Y hasta la servilleta de hilo blanco, recién planchada, crujía en los dedos. No me gustaba llevar allí a mis amigas, porque me dio por pensar que, en aquellos divanes polvorientos y antiguos, se les echaba el tiempo encima y se volvían señoras serias. Y se casaban conmigo, como Madame Bovary, convertidas en calladas esposas de un matrimonio rencoroso, irremediable e infeliz. Una pesadilla. En el Procope las mujeres inteligentes se quedaban libres y solteras, como la diosa Atenea. Y, ayudados por la virgen de la sabiduría, los hombres nos convertíamos en mochuelos nocturnos, destino que siempre es mejor que el calor del hogar, que convierte a los mochuelos en pichones. El Procope era un local literario, sin concesiones al bar, ni a las puerilidades del pub. Y no servían tampoco las malditas cazuelas de las tabernas baratas que son mi magdalena de Proust, porque todavía se me repiten los pulpos de mi bohemia con sus tentáculos negros y duros que me dejaron en la memoria un sabor de neumático y una desesperación de camionero arrojado a la cuneta por un reventón. En el primer piso había un restaurante donde se cenaba, a la luz de las velas, un menú antiguo y enciclopedista de huevos al plato con tomillo y una deliciosa ternera en salsa de setas, que es el mejor acompañamiento para los buenos vinos. El Procope era un lugar para incomprendidos, para figuras de Degas, para mujeres solas de Toulouse Lautrec -maquilladas con polvo de arroz-, para abuelas vestidas de Voltaire, para dejarse crecer la barba como los filósofos que, confundidos por el vino, se empeñaban en leer la Gaceta del Arte, buscándole un significado a una mancha de croissant. Todavía había allí mujeres que llevaban unas medias extrañas, como de cupletista, de todos los colores menos el de la carne, porque éste debía considerarse demasiado discreto. Del Procope me queda en la memoria un olor húmedo (creo que era el olor bendito de mi vieja Europa) y aquellas mujeres maquilladas que cruzaban las piernas como polichinelas, como si atrapasen en las redes de sus medias mariposas de colores. Debía de ser que yo escribía entonces un artículo sobre Baudelaire, tan enjoyado y barroco, que aquellas pobres mujeres se me acercaban buscando las sobras de mi retórica. Era la primera hora de mi literatura y ya escribía a golpe de corazón y con un desinterés absoluto por todas las modas, buscando mis palabras en el tesoro de la lengua española, acumulando gerundios y esdrújulas, oraciones subordinadas y aposiciones, sonantes y consonantes, silencios, puntos suspensivos y frases largas, buscando sólo el aliento de mi alma, el calor de mi inspiración y la luz de mis pensamientos. Escribir es como viajar: no dejar nunca que la frase principal te haga olvidar la importancia de las frases subordinadas. La Generation Perdue de los reporteros americanos -así la llamaba Gertrude Stein- había triunfado haciendo justo lo contrario de lo que yo deseaba hacer. Quería conservar el estilo de nuestros artesanos, el respeto de nuestros dioses, la memoria de nuestros ideales. Me ha costado muy caro. A veces me apoderaba de alguna de aquellas muchachas solitarias del Procope y –después de quitarle las medias de colores- la metía en mis páginas, convertida en marquesa, en esposa infiel de un magistrado o en reina del Moulin Rouge. Pero algunos días venía a buscarlas un señor rico y se las llevaba de las páginas de mi cuento, antes de que yo consiguiera rescatarlas de sus tristezas. Las sustituía entonces por los árboles desnudos del invierno de París. Quedaba mejor el cuento al cambiar algunos abrigos de pieles por el frío vivo y claro de las orillas del Sena. Los días más fríos me calentaba mejor con café que con vino, porque la bebida oscura de Arabia fue siempre el mejor excitante de mi imaginación. El café me dejaba confuso y me permitía desenfocar la realidad de las cosas, hasta que conseguía convertir los datos fríos de la vida en literatura, en literhartura. No niego que me habría gustado escribir en los tonos pastel de las pinturas de Boucher, pero el escalofrío me empujaba hacia Van Gogh y la falta de luz me arrastraba hacia la penumbra de los iconos rusos.

 ¿Cuáles serían en tu opinión los principios estéticos y morales que distinguían el humanismo, las bases trascendentales de la cultura humanista y del pensamiento europeo?

El equilibrio entre razón crítica y el juego de los sentidos (el vértigo, el éxtasis, el clímax, el trance, el delirio que son las vías del arte). El saber renacentista valora tanto el conocimiento científico y los inventos técnicos que de él se derivan (la brújula, el telescopio, la imprenta, la pólvora) como el saber artístico y estético. El secreto del Renacimiento es que utiliza la inteligencia, la razón, los sentidos y el gusto para aportar corrección y medida a la Naturaleza. Algunos bárbaros siguen predicando hoy la vuelta a la naturaleza olvidando que lo natural es, por su imperfección esencial -los antiguos teólogos lo llamaban “pecado original”- brutal, violento y desmedido. ¿Qué otra cosa son, más que pura Naturaleza, la inundaciones, los terremotos, los cataclismos, las sequías, los sunamis o los ciclones? Los vegetales y animales tienen que sobrevivir “a pesar de la Naturaleza” y por eso desarrollan formas de defensa inteligente, de vida superior y de belleza seductora. La civilización nace con los ingenieros que crean presas en Mesopotamia, con los constructores que crean arquitectura y materiales de construcción, con el desarrollo de la farmacopea (herboristería) y de la agricultura que permiten a su vez la selección de los cultivos, los arbustos frutales, las legumbres y las especies. Los animales se domestican buscando el amparo del hombre que les alimenta y protege a cambio de su trabajo y compañía. En un cambio de hábitat incesante y penoso nuestros antepasados emigraban para buscar climas más benignos para el cultivo y la vida, se establecían en lugares donde había agua y arcilla. Reconocían las aguas salubres y creaban un hábitat de vida, a la vez que con agua y arcilla creaban hornos y vasijas de cerámica. Así nacen también los vinos y la cocina, y en consecuencia las sustancias que permiten higiene y salud para el ser vivo que se va liberando de toxinas (alimentos venenosos) y busca emplazamientos mejores a costa de soportar las grandes migraciones. Eran los mejores los que se ponían en camino. El ser humano alcanzó perfecciones insospechadas de supervivencia y gestión de la vida en esa lucha original, y por eso la grandeza del pensamiento humanista es proclamar como horizonte de vida esa aspiración de orden y medida contra el caos, y una atención civilizada para defendernos de la atracción destructiva y depresiva que ejercen sobre el mundo el estrépito, la esquizofrenia, las toxinas, la embriaguez y el caos original. Los hindúes llaman Brahma al nivel superior del Ser que se ha liberado de los instintos primarios de la naturaleza. Y las religiones humanistas (especialmente el cristianismo) nos ayudaron a los europeos en ese camino de “superación de la naturaleza”. No en vano el Renacimiento creó obras de arte maravillosas y las labores de artesanía, espiritualidad y poesía que convirtieron nuestras ciudades y pueblos en caminos de civilización y labor. Y así el Renacimiento es el tiempo de la mirada (el telescopio), la exploración, la orientación, las navegaciones, los descubrimientos, la medición y la perspectiva… No volver a la naturaleza salvaje ni tampoco matarla ni dañarla, sino explorarla, conducirla, clasificarla, estudiarla, medicarla y corregirla cuando lo necesita y, en resumen, salvarla. Eso fue el Humanismo europeo. Ya veis que mis primeros y humildes estudios de ciencia y mis ingenuos juegos de infancia -pues el circo, los viajes y la Universidad fueron para mí caminos paralelos de iniciación- me llevaron a vivir atento siempre como el trapecista, consciente de que la fuerza de la gravedad (nuestra posición en el espacio y el tiempo) condiciona nuestro pensamiento.

 

El camino de la vida y la enseñanza de los maestros 

Nunca quisiste llegar a Ítaca. Te has pasado la vida huyendo de ella. “Lo mejor de la vida es el camino… navegar mar adentro y sin prisa”.

Ítaca está llena de pretendientes, como una comida en una mesa de familia mal avenida: herencias, celos, propiedades, rencores tribales… Sospecho que Ítaca -el final de Hölderlin y de Nietzsche- es la revelación absoluta, o sea la locura. Prefiero acabar, como todos los heterodoxos, en la revelación maravillosa de un puerto lejano donde nadie me conozca, o quizás en el reflejo de la luna en las aguas, como acabó el poeta chino Li-Bai, o mejor levantando la cabeza para mirar al cielo y no añorar la tierra. Más allá, más allá…

Dices que el mundo entero se encuentra en la enseñanza de los maestros, en los libros, en los recuerdos sagrados que los padres reciben de los abuelos de generación en generación. 

Sólo existe en realidad el pasado, porque el presente lo estamos tejiendo con la madeja que recibimos en nuestra herencia genética, con nuestro instinto, con nuestro estudio incesante del mapa y de las condiciones de navegación, con nuestra capacidad de resistencia y mantenimiento, y con nuestra interpretación del enigma de la vida. Más allá, el futuro será o no será, según las fuerzas naturales que nos limitan. En ese mar intentamos navegar con mayor o menor maestría. El arquero que lanzó la flecha de nuestra vida en un pasado remoto es el único que sabe a dónde apuntó la trayectoria. Por eso los libros nos explican los mundos que cruzamos en nuestra evolución. Nuestros mayores nos transmitieron con la cultura las posibilidades de maniobra que tenemos para no zozobrar en las tormentas: guerras, emigraciones, amores, ruinas, hambrunas, fortuna, todo fue experimentado en la historia. Recibimos una baraja donde están las cartas, y casi nunca todas porque a cada uno de nosotros nos faltan algunas y nos sobran otras. Hay que saber jugar la partida con lo que nos dieron, y saber con quién hay que competir o formar pareja y de qué mesas y tahúres hay que alejarse. Hay que adaptar nuestra velas al viento, y el rumbo a las posibilidades de nuestra embarcación. Hay puertos e islas para todos. También tormentas, sirenas, playas, reinos de lotos donde podríamos quedarnos varados en el olvido, y magos y magas que conocen encantamientos.

 

Tienes conciencia de haber sido un exiliado en tu tiempo. Te sientes extraño, desterrado…

Yo no me cuento como Ulises entre los vencedores de la guerra de Troya. Detesto a los que dicen que no saben perder y no aceptan las pérdidas. Como mi maestro Nietzsche “he jugado tanto y he perdido que, cuando gano, me preguntó si no habré hecho trampas”. Me asquean los tramposos. Me hice a la mar cuando los aqueos incendiaron mi patria, y soy hijo de los perdedores, educado en el sagrado respeto de los que pierden y perdieron. Soy el caballero andante de todos esos a los que hoy llaman, despectivamente, “loosers”. Lucho para sobrevivir y por encontrar dignidad a nuestra condición de exiliados. Me siento extranjero en todos estos reinos del mundo que no me pertenecen y donde mis dioses (la voz de mis mayores) me tienen “prohibido” aposentarme, si quiero mantener mi condición de mensajero de otros reinos que existen y que tienen sus reyes y sus héroes, en nada parecidos a los de este mundo; porque aman lo que aquí no interesa y guardan lo que aquí se desprecia. No tengo propiedad alguna, me visto y perfumo con lo que gano con mi trabajo honrado. Y, como no poseo en vida, me permito creer que tampoco me aposentaré en la muerte. Procuro pagar mi viaje con mi trabajo, he enseñado a leer y a escribir a algunas niñas y niños, escribo con la mejor tinta que puedo fabricarme las memorias de mi camino (embellecidas, pues abrillanto mis huellas igual que limpio mis zapatos), y no tengo palabras para dar las gracias a los que me aceptan en su tierra y me hospedan como extranjero. Aprendí de un sabio maestro que no debemos hacer como los fariseos que se visten con trapos de fingida modestia cuando ayunan, sino que -incluso en la tristeza- debemos vestirnos con limpieza y belleza como la Creación viste a los campos y a los animales. Por eso me fabrico mis propios perfumes y elijo los colores para no parecer triste ni abatido cuando flaqueo. Me dan miedo los que se disfrazan de pobres para robar y engañar a los necesitados. Soy muy feliz cuando me enamoro alegremente o puedo dar algo sin pedir nada a cambio, porque otro maestro judío -un ciego al que conocí en Damasco- me enseñó que es “mejor dar que recibir, y mejor aún amar que ser amado”.

 

Nos hablas de la “sabiduría iniciática”: numerar y nombrar, medir y conocer, construir y “andar camino al hacer”.

Aunque camino como extranjero porque no quiero que me cuenten entre los nacionalistas y los señores feudales que saquean sus patrias, incendian las ciudades, queman los libros que consideran malditos, adoctrinan a sus secuaces, ambicionan las tierras ajenas, y se aprovechan de sus hermanos, guardo en el cofre de mi corazón el idioma español que aprendí de mi madre. Me eduqué de niño entre buenos maestros españoles y por eso escribo en este idioma. Tuve luego maestros en el Norte que me enseñaban con la música maravillosa de Bach que el hombre se salva por su fe. Pero en mi memoria de España nunca se borraron los días en los que el perfume de los naranjos y los limoneros me enseñaba que mujeres y hombres debemos buscar también los “frutos”. Esa fue la enseñanza de los teólogos españoles como Soto, Laínez, Salmerón, incluyendo a los que no estando en presencia estuvieron en luz y alma, como el gran Francisco de Vitoria o, más tarde, Francisco Suárez, el mayor de los apóstoles de las obras de virtud humanas. Por eso me permito corregir a los poetas de la sabiduría popular y no digo que “se hace camino al andar” (como el que cose y canta, dicho en tono coloquial) sino “se anda camino al hacer”. En mi vida tuve que aprender a hacer de todo y he sido mi chófer, mi mayordomo, mi cocinero, mi jardinero y hasta mi mecenas (pues he tenido que trabajar sin parar para mantener mi vida de actor de comedias y escritor de páginas felices). Ya me siento cansado y mi único problema es que ya no necesito mayordomo ni chófer ni jardinero y creo que me voy a despedir a mí mismo…

 

Navegar mar adentro y sin prisa

Montaigne te enseñó a viajar más atento a la vida y a sus sensaciones, que a los estudios eruditos del arte o de la historia.

Por eso creo que el Ensayo (assaggio, essaie, la prueba, la cata) es el género literario más completo y que tiene horizonte más universal, ya que permite entrar en todos los campos del conocimiento sin encerrarse exclusivamente en la razón y sin renunciar al juego de la subjetividad y de los sentidos, que es tan importante para el arte. Mi temperamento y mi educación -soy alemán por parte de padre- me llevó a buscar mi propia expresión en el arte sobre una base cultural muy firme. No era corriente en mi generación entre escritores españoles que, salvo excepciones, separaban en caminos muy diferentes el pensamiento, la formación cultural, la enseñanza de la historia, la poesía y la narrativa. Ese ha sido mi combate principal en el ámbito de la literatura española. Mi buen amigo Julián Marías me advertía de que en la España de la segunda mitad del siglo XX tendría que salvar muchos prejuicios críticos para ser aceptado como escritor. Si haces una obra voluminosa y fundamentada te llamarán erudito, profesor, enciclopedista o polígrafo, pero no “literato”. La dictadura -que aceptaba mejor el delirio fantástico que la crítica cultural- no simpatizaba con el pensamiento. Y en la España de los años sesenta y setenta del pasado siglo hacían todo lo posible por olvidar que los mejores escritores modernos en lengua española fueron los filósofos como Ortega o Unamuno, algunos médicos como Marañón, o historiadores y estudiosos como Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal. Reconozco que no me ha sido fácil ser aceptado como forjador de mi propio estilo en un ambiente literario donde se consideraba que pensar y ser artista eran caminos opuestos. Más aún en una época donde la creación artística se identificaba con cualquier experimentación delirante y disparatada. Incluso a los escritores se les apartaba de la condición de artistas, como si la Literatura no fuese la más divina de las Bellas Artes, siendo la que inventó a los dioses y creó sus epopeyas. En las notas de sociedad se leía: “asistieron personalidades de la cultura, artistas y escritores”. Para ser un artista en la España de Franco y entre sus epígonos había que ser un gamberro. Tuve la fortuna de ser educado por un padre que pertenecía a una generación muy anterior al fascismo y pude todavía encontrar mis raíces en la Europa de Goethe y Thomas Mann, de Rilke y Oscar Wilde, de Durero y Benedetto Croce, de Ortega y Gasset y Nietzsche. Mis maestros consideraban que pensar bien es escribir con cuidado, y tanta música hay en un texto bien escrito de Cervantes como pensamiento existe en una pintura de Leonardo, en una arquitectura de Palladio, en una coreografía de Petipa, en una escultura de Rodin y en una música de Tchaikovski. Somos hijos de los que hicieron camino y nos lo contaron con belleza y bien…

Has conocido los puertos de la emigración en una época heroica de guerras, hambrunas y revoluciones. ¿Cómo viviste esa experiencia?

 Hablar de emigrantes es una generalización. Exiliados, desterrados, mujeres y hombres perseguidos o víctimas de injusticias, familias trabajadoras que buscan labor, madres que luchan por encontrar horizonte a sus hijos, niños necesitados de amparo, abuelos que anhelan paz y refugio, víctimas de guerras y revoluciones… He conocido y convivido siempre con la emigración porque no olvidé nunca que soy descendiente de alemanes que fundaron negocios prósperos (mi abuelo creó una industria editorial y litográfica) y tengo en mi familia antepasados eslavos, judíos, vascos, cántabros y todas las mezclas que quieran suponerse. Los emigrantes que hoy me miran y me piden ayuda pensando que soy un afortunado europeo son los mismos que ayer -cambiada la fortuna- me dieron cobijo y pan cuando viajaba por Colombia o por Alemania, por Rusia o por Turquía, por Marruecos o por Costa de Marfil. Los emigrantes hacen el camino que ayer hicieron nuestros padres, nuestros maestros, los que nos precedieron en la fe, en el amor y en la esperanza. No puedo olvidar a los que soñaron, porque soy hijo de su sueño, I´m a son of the dream: descendiente de una vieja familia europea de españoles y alemanes, suecos y daneses, rusos e italianos, judíos, católicos y protestantes. Algunos de mis antecesores emigraron desde Rusia a Alemania; otros fueron médicos y diplomáticos en lugares lejanos, o esclavos y oprimidos en tierras de tiranos; y, no pocos, hicieron el viaje atlántico desde Hamburgo a Nueva York, desde Asturias a Argentina o desde Santander a Cuba. Los peregrinos medievales recorrían el Camino de Santiago siguiendo el curso de las estrellas. Y ese fue también el sueño de los pioneros cuando cruzaron los mares. Llevaban en su memoria, oscuridades, injusticias, ideales, promesas, esperanzas y el recuerdo doliente de los sueños difíciles. Emigraban, llevando a sus hijos en brazos. Pero escondían en su corazón el tesoro que acompaña siempre a los peregrinos y emigrantes: una fe poderosa. Siento aún esperanza y fe cuando los emigrantes africanos, latinoamericanos o asiáticos llegan hoy a nuestra vieja Europa pensando que aquí hemos guardado el espíritu de la libertad. La doctrina capitalista, que tiene un concepto ruin del ser humano, está convencida de que estos muchachos –a veces niños- vienen al primer mundo buscando sólo el paraíso material del dinero. Pero tengo razones para pensar que muchos de ellos vienen a buscar en Europa algo más serio, verdadero y profundo: un mundo que ha cometido todos los errores y crímenes imaginables pero que también ha dado mujeres y hombres que han trabajado por preservar la dignidad y los derechos de nuestra especie; un mundo donde se ha luchado y hay quien lucha, todavía, por la libertad, la justicia, la fe y la cultura. He conocido en muchas partes a hombres como éstos que han hecho desde su infancia experiencias terribles: la persecución racial, la discriminación, la guerra o el terror de dictadores sanguinarios. Ahora, cuando los encuentro en Europa, sé reconocer en sus ojos el polvo de los desiertos africanos y la nube de color índigo de las muchachas fulbé que, en mi juventud, he visto caminar por las tierras del sol del Níger –junto a sus rebaños de cebúes negros- con sus calabazas de leche sobre la cabeza. Estos jóvenes nos traen la memoria de los atardeceres en los grandes lagos, el griterío alegre de los niños de Ecuador que se hacen balsas con la madera dura de los árboles de sus bosques, el terror de los mares que atravesaron en balsas… Y los vemos adentrarse en los suburbios de nuestras ciudades, en los túneles del metro donde pasan continuamente trenes que los llevan a ninguna parte, en las calles donde se encienden las luces de neón que anuncian tantas cosas inútiles para quien creyó que en nuestros mercados se vendía la sabiduría y la libertad. Yo era un niño cuando, viajando con mis padres hacia Buenos Aires en el Cabo de Hornos, me hice amigo de unos niños (judíos alemanes) que viajaban a Argentina, donde habían sido adoptados por unos parientes. Había uno, larguirucho y vestido con un trajecito tirolés, que sólo sabía jugar a la guerra, pues es lo único que había vivido. Otros leían o paseaban callados, pero no querían jugar. Me acerqué más a una niña de mi edad (ellas son siempre mayores que nosotros), y yo pensaba que le hacía un bien intercambiando libros en alemán y recordando canciones de aquel país amado. Pero un día, cuando me dejé llevar demasiado por los sentimientos, vi que lloraba. - No sufras -me dijo-. No pienses más. Mientras yo le daba mi pañuelo era ella la que intentaba consolarme, y no intentéis analizar con la razón esta fuerza que no tenemos cuando vivimos en privilegio de abundancia y que sólo transmitimos al mundo cuando -despojados de todo- compartimos el consuelo y el amor entre los hijos de la caridad. Desde aquel momento comprendí lo que es una mujer, pues los hombres nos creemos más hombres cuando sufrimos solos, y ellas tienen más fuerte el instinto materno y humano de consolar. Volví a recibir la misma lección (conocen bien mi torpeza los que me hacen repetir las lecciones) cuando hacía el Servicio Militar en Farmacia. Y, en una noche de guardia en el Hospital, mientras preparaba una de las fórmulas para un medicamento, entró en mi laboratorio una monja jovencita. A menudo era ella quien bajaba a buscar las medicinas y, como éramos de la misma edad, compartíamos una charla amistosa que -en otro escenario más frívolo podría haber sido una pura fantasía de amor, porque era guapa y tenía el alma clara como el almidón de su hábito de caridad. Pero ocurrió aquella noche que ella venía muy triste, bajó la cabeza y -sin rechazar mi mano amiga que me esquivaba siempre- comenzó a llorar. -Otro más se me ha ido hoy -me dijo de una forma que podía resultar enigmática, si yo no hubiese sabido que había epidemia de meningitis en el campamento, y que se refería a otro muchacho que había perdido la vida. Intenté consolarla con razones. -No te esfuerces -me dijo-. Tenía nuestra edad. Todos mueren acordándose de su madre y diciendo “¡Madre mía!”. - Lo mismo pasa en la guerra -le respondí-. Muchos soldados mueren así, y es el grito que más se oye en las trincheras. También es un signo de fe para ti que te has hecho por vocación Hija de María - Para mí es un escándalo -murmuró sollozando-. Me mata mi vocación. Soy sólo una Hermana, pero ellos me aprietan la mano y, cerrando los ojos, me llaman “¡Madre!”. ¿Qué es una madre que nunca dará vida a un hijo y, sin embargo, sólo sabe darles la muerte?

 

Racionalismo y “sabiduría del corazón”

El Racionalismo, dices, si no se somete al dictamen de la “razón crítica” está c condenado a caer en el dogmatismo.

El racionalismo es un monstruo de la razón. Oh, qué ganas de salir corriendo y proclamar -contra Kant, aquel que decía que el olfato es innoble- que en el Banquete hay que servir por igual, perfumes, pensamiento, personajes, sabiduría, amor, música, incienso y literatura. El Espíritu es el triunfo de los sentidos cuando se convierten en aire, en belleza, en regalo, en gracia y en fuego.

 

Háblanos del “sendero iniciático de la vida ardua” y de “la sabiduría del corazón”.

No todos los signos que acompañan a la experiencia de la vida pueden descifrarse con una simple reflexión racional, sino que muchas veces tienen una interpretación más compleja y, para encontrarles significado y sentido, debemos recurrir a lo que los místicos llamaron “sabiduría del corazón”. “Hay que aprender a pensar con el corazón”, decía Rilke. Obrar y pensar con el espíritu significa elegir la “vía ardua”, ascendiendo la arista de la montaña sin perder altura, igual que el buen alpinista busca la vía más limpia y elegante, aunque esté expuesta a los heleros y a los precipicios, y trata de abrir un camino ágil y más bello que el soñoliento sendero de las vacas. Esa debería ser nuestra lucha frente a todo el pensamiento moderno, materialista y burgués que busca, como único objetivo, lo fácil y lo “cómodo”. También la idea de que el progreso sea un fruto del racionalismo es simplista, tendenciosa y absolutamente injusta, ya que -sin olvidar las ideas que nos enseñaron las religiones humanistas- existe desde el Renacimiento hasta Pascal una filosofía que pone en valor la “sabiduría del corazón”. Cuando Nietzsche tomó partido por una sabiduría “intempestiva” (fuera del tiempo) quiso decir que si interpretábamos la vida exclusivamente desde el racionalismo historicista nos condenábamos a lo temporal y a lo histórico. Renunciaríamos equivocadamente a todas las “mutaciones” que el espíritu nos ha permitido realizar en los altos vuelos de la condición humana, pues no somos solamente esclavos de los ciclos animales y de la evolución de la materia, sino hijos también de los milagros y creaciones del alma, de los azares y mudanzas de la vida, de los crepúsculos y de las auroras.

 

Rainer María Rilke, El vidente y lo oculto

¿Cuántas páginas de la literatura se han escrito en el mar?

El mar es también -si aceptamos el lenguaje freudiano- nuestro subconsciente. En la navegación por la memoria y la auscultación del subconsciente nacen buena parte de las obras de arte. Y, por eso los primeros poetas y dramaturgos helénicos, desde Homero a Píndaro, desde Apolonio a Eurípides, buscaron el mar como escenario para sus poemas y tragedias: la Odisea, los Argonautas, las Píticas o Electra. Rainer María Rilke, que apenas navegó -si exceptuamos pequeñas travesías en el Báltico o entre Nápoles y Capri- eligió el mar de Duino, visto desde una terraza, para inspirar sus Elegías y el mundo tormentoso de los Sonetos a Orfeo. Hizo acopio de muchas claves psicoanalíticas que incorporó a su lenguaje y a los símbolos de su obra. De esta forma llegaron a sus poemas intrigantes imágenes que aparecen en Los Sonetos a Orfeo o en las Elegías, y que siempre formaron parte –con un sentido intencionadamente confuso- de su lenguaje lírico. Y así se fue forjando su estilo órfico, tan difícil de comprender y de interpretar para el lector no iniciado. Escribí  una biografía (Rainer Maria Rilke, El vidente y lo Oculto) para Acantilado. Y, por cierto, me hizo gracia que algún crítico (criticón) se preguntase si yo no debería haber dicho mejor “visionario”. Es posible que él sólo fuese capaz de ver a través de una bola de cristal, pero Rilke no era un fantaseador delirante, sino un “vidente” (el que ve el misterio, no el que se lo imagina). Frente a las metáforas clásicas, como “el viaje de la vida hasta la muerte”, Rilke prefiere: “el ascenso y caída de la pelota”, "el movimiento de las aguas en el surtidor", "la oscilación de la balanza" o “las estrellas fugaces que caen en nuestro interior”. Se diría, a veces, que es un paciente sentado en el diván de un psicoanalista. Y buena parte de esos juegos simbólicos –la enfermedad transformada en vehículo de creación- los debe a la escuela de Lou Salomé y de Sigmund Freud. En el mar se han rodado también muchas películas inolvidables. Hay sin duda escritores “oceánicos”, empezando por el gran Camões que escribió su obra maestra navegando por mares lejanos y combatiendo, como Cervantes, en batallas navales, hasta autores más modernos Hermann Melville, Julio Verne, Salgari, Pierre Loti, Joseph Conrad, Karl May o tantos otros. Los románticos, desde Byron hasta Espronceda, idealizaron la vida de los piratas, o pintaron los celajes de mar, nubes e incluso terroríficos icebergs, como hicieron Turner, Caspar David Friedrich o Frederic Edwin Church. Todos los románticos gozamos con el baile de las tormentas y las mareas, y buscamos las islas, las aventuras, los descubrimientos, los faros, las nieblas y ciertos barrios de los puertos donde alguna vez nos tatuamos el nombre de un amor.

 

Los valores del espíritu

Una sociedad que no reconoce los valores queda indefensa frente a la codicia y el fraude.

La codicia es el afán de poseer y contra esta perversión, los ángeles del cinismo inventaron el fraude que es el castigo natural de los acaparadores. Ningún codicioso conseguirá jamás atesorar un valor auténtico, porque la bolsa del dinero es un timo. Los únicos valores inmutables son los del espíritu, y esos están reservados a los humildes. Por eso es mejor encender la lámpara del corazón y acuñar en el trabajo los valores que nadie desea. Pero no creáis que estaréis tranquilos si buscáis ese reino de labor, porque los que comercian en el mercado del fraude ambicionan los valores humildes, y falsifican palabras ambiguas: esclavitud y fanatismo que llaman amor, venenos que llaman alimentos, sombras que llaman luces, propiedades que llaman inversiones, disfraces de pobre que llaman hábitos humildes, tiranías que llaman justicia, y guerras que llaman paz...

 
 
 

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