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IGNACIO ALDECOA: EL NARRADOR DE HISTORIAS.

PACO GONZÁLEZ FUENTES.


Un sábado de otoño de hace medio siglo, a la edad de 44 años, moría en Madrid Ignacio Aldecoa.

Siento especial predilección por uno de sus cuentos, “La despedida”. Vuelvo a él con frecuencia. Un tren atraviesa el verdor de los campos, el amarillo de unas tierras que ni siquiera se identifican. Cinco viajeros conversan, intercambian frases cortas, en el interior de un departamento. Hay un estoicismo cansino, azuzado por el calor del verano. El tren se detiene ante el edificio de una vieja estación. Sube un hombre mayor. Tiene húmedos los ojos. Entra en el departamento y se asoma a la ventanilla para hablar con una mujer. Ella en el andén.

-“Cuídate mucho, María. Come”, dice el hombre.

-“No te preocupes. Ahora, siéntate. Escríbeme con lo que te digan. Ya me leerán la carta”, contesta ella.

Es la primera vez que se separan. Sus años, la enfermedad, la labor, la tierra, se suceden -escribe Aldecoa- “monótonos como un traqueteo”. No hay artificio argumental en el relato. Aldecoa se limita a capturar un instante en el que acontece el temblor de la vida.

Admiraba profundamente a Stevenson. Escribió Josefina R. Aldecoa, su mujer, en el prólogo a los “Cuentos Completos” de Ignacio, editados por Alfaguara, cómo éste solía contar que los indígenas de la isla de Samoa habían grabado un hermoso epitafio en la tumba del escritor británico: aquí yace Tusitala, el narrador de historias. Así deseaba ser recordado él también. “Quería ser una especie de reportero del mundo”, explica Caballero Bonald.

Sus cuentos narran la vida cotidiana de albañiles, campesinos, pescadores. Gente humilde. “Durante toda su vida pretendió estar a la altura de los pobres”, dijo Medardo Fraile.

Pachicha había envejecido en el muelle y en los bares del muelle. Se llamaba Pachicha como otros se llamaban Escota, Mangas, Pollito, Potero o Torrón. Los nombres y los apellidos eran para los sutiles asuntos empresariales. Los del santoral del muelle servían para el trabajo y para la sociedad de los bares”, escribió en su último cuento, póstumo, “Un corazón humilde y fatigado”.

En el mundo de los cuentos de Aldecoa las tabernas, tan frecuentes, protegen del frío y de otras inclemencias:“solo, envejecido y distante, el marinero que estuvo en Singapur, se sentaba frente a una copa de ron”, “se engañaba a sí mismo, inventaba puertos fantasmales donde no había estado; se vanagloriaba de situaciones en las que nunca tuvo arte ni parte” (“La sombra del marinero que estuvo en Singapur”).

Leer los cuentos de Aldecoa es adentrarse en la atmósfera de la España de la posguerra, acompañar –por ejemplo- a unos cómicos ambulantes actuando en un pueblo, un lugar “donde no ha llegado el progreso ni el cinematógrafo” (“La farándula de la media legua”) o conocer el casino del alguna ciudad pequeña y mojigata; en ellos, en los casinos, como en las tabernas, “se bebía cazurramente vino y los ciudadanos apagaban sus ganas de marcharse a cualquier parte, lejos de aquel vivir sonámbulo y pobrete” (“Función de aficionados”).

Josefina R. Aldecoa menciona el “terrible deseo de evasión” de muchos de los personajes de los cuentos de Ignacio, “seres prisioneros de sus fracasos personales”.

La llegada del turismo masivo, la incipiente prosperidad, el despegue económico de los años sesenta, hacen que Aldecoa, sin abandonar lo social, enfatice –como señala Josefina- “los conflictos, los sentimientos, los problemas intemporales del ser humano”.

“La vuelta al mundo” y “Hermana Candelas”, relatos de 1961, reflejan ese giro relativo de Ignacio. En el primero, sobre la vejez, dos ancianos juegan al parchís en su casa una noche lluviosa de noviembre –“la cálida penumbra, la modorra crujiente de los muebles vivificados por los años”-, y su conversación es un vaivén en el que el presente y el pasado se alternan desordenada, poéticamente.

Hermana Candelas” nos cuenta la visita de una mujer a una espiritista pidiéndole consejo acerca de un hombre al que ha conocido. No hay más trama argumental que esa. La mirada de Aldecoa se detiene en los sentimientos de esa mujer que busca consuelo en una desconocida cuyas palabras son “algo suave y acariciante.

Hay que leer a Aldecoa. No solo sus cuentos.

Parte de una historia”, su último libro, su mejor novela, describe cómo la llegada de unos naúfragos a una pequeña isla del Atlántico, una aldea de pescadores, altera sus vidas, interrumpe su normalidad.

La particularidad de “Parte de una historia” es que está escrita en primera persona. Aldecoa se refiere vagamente a sus desajustes existenciales: “Estoy otra vez en la isla y de huida. ¿De quién huyo? No sabría decírmelo. Todo es demasiado vago. ¿Tengo alguna razón? ¿Por qué y de qué? No, no sabría decírmelo. ¿Y estoy aquí porque es aquí donde puedo encontrar algo? No sabría decírmelo. Huir acaso explica la huida. Y estoy aquí junto a esta barca, solo en la noche”.

Dijo Josefina que “la repentina desaparición de Ignacio fue un cataclismo”.

Su muerte temprana impidió que desarrollara proyectos anunciados como el de “escribir sobre los negocios sucios y limpios de la posguerra; sobre la inmigración y el exilio”.

Su aportación fundamental, más allá de su estilo depuradísimo, de la maestría de su prosa, fue mostrar que de la observación de lo cotidiano, de lo simple, de una mirada tierna y comprensiva, puede nacer una literatura reveladora de aspectos esenciales de la condición humana.

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